Una aventura nocturna
- Liliana Herrera González
- Oct, 11, 2018
- Cuento, Relatos
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Santi ya era un niño grande, o al menos eso creyó cuando se lo dijeron sus papás en su cumpleaños número seis. Ahora con nueve tenía algo que los niños de esa edad no tienen: miedo. Santi repetía constantemente que ya no era de niños grandes tener miedo, pero sin pedirlo ni quererlo, cada que llegaba la noche, le temblaba desde la punta del pie hasta el último pelo de su cabellera.
La primera vez que intentó decirle a su mamá qué era lo que le pasaba, ella simplemente dijo —no tengas miedo— y ya. Como si por arte de magia fuera a desaparecer eso que sentía. Era absurdo. Otro día, intentó convencer a su papá de que algo extraño ocurría cada vez que el sol se ocultaba —Eso es cosa de tu imaginación. No pasa nada—
¡Qué horror!, se dijo Santi mientras formulaba un plan para que nunca anocheciera. Debía existir un encantamiento o un hechizo para que el sol estuviera siempre iluminando cada rinconcito de su cuarto. Cómo le hubiera gustado tener un súper poder como una linterna en su panza para irradiar luz a donde quiera que fuera. Sería maravilloso, nunca más tendría qué entrecerrar los ojos para enfocar en la oscuridad. Aunque la verdad era que nada se comparaba con sentir el calor de los rayos en sus fríos pies, y el brillo del sol en el cielo azul. Aunque Santi seguía pensando en la opción de la linterna incluida, no le vendría nada mal tener un botón de encendido y apagado.
No fue hasta dos meses después de estar cobijado hasta la cabeza que Santi decidió enfrentar su temor. Estaba harto de sentir que se sofocaba bajo las sábanas. Debía ser valiente. Prendió la lámpara con la forma de un balón de futbol que estaba al lado de su cama. Agarró su peluche favorito de bisonte volador, quien lo acompañaba hasta para ir al baño y emprendió una marcha que ya no tenía vuelta atrás. Cerró los ojos y los puños pensando que esta era la manera de vencer a la oscuridad. Su meta era cruzar el pasillo para ir al baño. Había pasado unos meses terribles porque bebía demasiada leche en la cena, se despertaba en la madrugada y esperaba que el más pequeñito de los rayos se metiera por su ventana para ir corriendo al baño. En muchas ocasiones la vejiga no había aguantado lo que él quería y había amanecido con las sábanas mojadas y la cara roja. Eso no ayudaba a la idea que tenían sus papás de hacer cosas de niño grande. Dio tres grandes respiros y abrió la puerta de su cuarto. Sintió una brisa fría. Tocó la pared rugosa que tenía a su derecha y arrastrando los pies descalzos por la alfombra del pasillo caminó despacio. La suavidad de la alfombra hacía olvidar de momentos dónde se encontraba. Casi olvidaba qué tenía que hacer cuando su frente chocó con algo. Entreabrió los ojos y se encontró con una gran puerta de madera bañada en oro. Abrió los ojos por completo. No recordaba que eso estuviera en la casa. Lo más raro era que a su alrededor había un vacío negro, todo había desaparecido ¡Hasta su bisonte volador!
Santi titubeó. Efectivamente, no había marcha atrás. Deslizó su mano a la dorada perilla. La giró rápida y temblorosamente. Una luz blanca lo cegó por un instante. Un agradable calor lo envolvió y recordó las noches de fogatas calientitas con bombones asados. Por primera vez en la noche, sonrió y entró a la blanca habitación esperando encontrar a su familia con bombones en un palito listos para asar. No había nadie. Sólo un fuego anaranjado con luces azules parpadeaba cerca de él. Seguramente su familia no tardaría en llegar. Caminó con paso decidido al fuego. A medida que se acercaba, este crecía. El fuego alcanzó un tamaño parecido al de un elefante cuando Santi se detuvo a seis metros. Su corazón latía con rapidez y su respiración inflaba su pecho sin permiso. Tardó unos segundos en apreciar qué era lo que con gran furia roja se aproximaba con la intención de quemarlo Era una cabeza de dragón, y el cuerpo, obviamente. Las piernas de Santi, que eran fuertes, reaccionaron al segundo y lo transportaron detrás de lo que parecía un arbolito de nieve, por lo blanco que el cuarto era. Esperó a que el dragón de fuego se perdiera pero lo buscaba con gran impaciencia. El corazón de Santi no se calmaba y sentía que el dragón podía escuchar su respiración agitada. Dio un gran suspiro para tratar de calmarse y asomó su cabeza para ver dónde estaba el dragón. Lo vio lanzando fuego a otros arbolitos de nieve en el fondo. Dio de nuevo tres respiraciones para aclarar la mente y pensar en una solución. De nuevo se asomó y esta vez le pareció que el dragón de fuego había disminuido su tamaño y sus llamas no estaban tan potentes como antes. Le pareció extraño pero hizo un experimento. Colocó una palma sobre el estómago y otra sobre el pecho y comenzó a inhalar despacio, inflando la panza y después el pecho. Vio cómo el dragón se retorcía como de cosquillas y soltó el aire despacito. Hizo otras dos respiraciones iguales y se percató de que el dragón iba bajando su tamaño hasta tomar la dimensión de un perro. Se puso de pie y dio unos pasos hacia el dragón quien ahora se le acercó de manera amistosa. Santi, con sorpresa, estiró una mano. Las llamas del pequeño dragón acariciaron sus dedos con suavidad. Era como sentir los rayos del sol en las mañanas. Le pasó la mano al dragón y siguió respirando tranquilo. Recordó a su mamá en las noches de fogata: el aire sopla fuerte para enloquecer el fuego, una brisa ligera bastará para calentarlo. El secreto para calmar al dragón voraz era al aire, su aire. El dragón, ahora feliz, lo siguió hacia una puerta que apareció de la nada, como si todo el tiempo hubiera estado ahí.
La siguiente habitación a la que entró estaba oscura, sólo que ahora tenía su fueguito personal que lo alumbrara. Se alegró de tener un pequeño dragón a su lado. El dragón también parecía feliz de acompañarlo. La alegría de Santi se vio aminorada cuando sintió que algo los seguía. Era como si alguien estuviera justo detrás de ellos, pero cada vez que volteaba para ver, nada había. Las manos le empezaron a sudar y entrelazó sus dedos con nerviosismo. ¿Qué tal que era un hombre lobo? ¿Un vampiro? ¿Unos tentáculos que flotaban en el aire? ¿La maestra de ciencias naturales diciéndole que sacó cero en el examen? Rechinó los dientes preparándose para lo peor. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que sí había algo ahí. ¡Era su sombra! Pero apenas podía verle los pies porque el dragón no era lo suficientemente grande para iluminarla por completo. Santi respiró fuerte, profundo y rápido para que el dragón creciera. El pequeño dragón creció cuatro cabezas más que él y alumbró por completo la habitación. Era un cuarto pequeño. Saliendo de los pies de Santi, ahí estaba su sombra. Levantó una mano y la sombra hizo lo mismo. Saltó, levantó un pie, se acostó, levantó las piernas e hizo un perrito con sus manos. La sombra hacía lo mismo que él. Mi sombra siempre va a acompañarme, es parte de mí; a veces puede ser engañosa, pero no hará nada que no haga yo, pensó Santi. La sombra de una puerta se dejó ver. Santi, su sombra y Dragón atravesaron la nueva puerta.
En las paredes de la tercera habitación había retratos colgados: pequeños, grandes, ovalados, cuadrados, verdes, amarillos, anaranjados. Y en todos los cuadros estaba él. Parpadeó dos veces para ver si la cara en las fotos desaparecía, pero no. Lo más sorprendente era que los rostros, su rostro, tenían expresiones… ¿Cómo decirlo? Raras. Algunos Santis tenían los ojos y la boca muy abiertos, otros se escondían detrás de unas manos que temblaban, otros más tenían los ojos cerrados y la boca apretada, otros lloraban sin parar. El Santi de carne y hueso frunció las cejas. Siguió caminando hasta encontrarse con un espejo del doble de su tamaño. Se vio a sí mismo, asustado. Empezó a sentir temor. No había una razón lógica, pero verse así en el espejo, hizo que adquiriera la misma emoción que el Santi del espejo tenía. Intentó respirar pero Dragón estaba tan chiquito que lo había perdido de vista. Sólo estaban él y su reflejo asustado. Cerró los ojos y trató de imaginar algo que lo hiciera sentirse tranquilo. Con los puños apretados, recordó el sonido de la lluvia golpear con suavidad su ventana. Esto lo arrullaba. Los puños se hicieron flojitos. Pensó en el olor a pan recién horneado que le habían enseñado a preparar. Había tenido miedo de quemarse pero logró meter el molde al horno. Los hombros se le soltaron. Recordó la vez que había atinado una pregunta en la escuela porque la leyó el día anterior. Su respiración se hacía más pausada. Abrió los ojos. El Santi del espejo lo miraba fijamente. Detrás del reflejo empezaron a aparecer recuerdos donde Santi había hecho algo que lo había hecho sentirse seguro, importante, capaz y valiente. Como si fuera invencible. Como si tuviera muchos súper poderes. La expresión de miedo se fue convirtiendo en sonrisa, los retratos de las paredes parecían más coloridos y los Santis parecían estar haciendo cosas que disfrutaban. Un calorcito lo inundó y Dragón apareció. El espejo se convirtió en una puerta que daba al cielo.
Santi y Dragón asomaron la cabeza. Un bisonte volador se paseaba delante de ellos. —¡Mi bisonte!— gritó al momento que saltaban en él. Se sintió tranquilo. Puso una mano sobre el estómago y otra sobre el pecho y empezó a respirar profunda y lentamente mientras cerraba los ojos. Sintió el aire envolverlo por completo mientras volaban. Aún con los ojos cerrados rozó con sus dedos el techo de la casa, los cuadros en las paredes, la alfombra del pasillo, los marcos de madera de las puertas. Finalmente llegó a una gran puerta bañada en oro. La abrió y se encontró en el baño. Ya se le había olvidado que tenía ganas de ir. Tardó dos minutos. Regresó con su bisonte volador a la cama sabiendo que muchas noches más volaría con gran paz.
Cuentos terapéuticos infantiles Matsa.
Por Daniela Soto V.
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